
Recuerdo cuando iba a la escuela y llamaba a mis profesores: “el viejo ese” o “la vieja esa”. Quizás también lo hacía en la Universidad o durante mis primeros empleos, con un dejo de desprecio y superioridad por el privilegio de mi juventud. Muy posiblemente ese maestro o jefe estaba entre los 30 y 40 años. La escena paralela que no veía era a La Vida riéndose bajito mientras susurraba: “Como te ves, me ví; como me veo, te verás”.
Es cierto que hace pocas décadas, nuestros padres, tíos, abuelos y adultos cercanos nos imponían admiración y respeto (en ocasiones también miedo) porque en ese tiempo, además de que estaban todos medio locos con el “Viva la Vida” de la época, eran socialmente aceptados el abuso y muchas veces la violencia hacia los menores para “aplacar” o “poner límites”. Asimismo, en las décadas de los 80 y los 90 la humanidad andaba “desatada” saboreando todas las libertades que la ruptura de paradigmas y tabúes trajo en los 60’s y 70’s. En ese entonces, yo deseaba crecer pronto para gozar de los muchos privilegios que veía en los mayores.
Ahora en el siglo XXI, y bajo la verdad absoluta de que lo único que permanece es el cambio, la realidad es otra. Hemos pasado al hedonismo absoluto y al culto a la juventud eterna. Ya no es “cool” avanzar en edad. Ahora, al mirarme al espejo (con mis lentes para leer grado 2.5), observo con terror que La Vida se ríe más fuerte al recordarme diciendo “la vieja esa”. Los surcos se acentúan, la piel se hace flácida, el cabello se llena de canas, todo mi cuerpo ha ido cambiando, como naturalmente se supone que lo haga, pero sigo aferrada a la idea de que mi físico “debería” emular a los veinte o al menos a los 30. Lo reconozca o no, me siento derrotada y perdida. Es absolutamente inútil negar o luchar contra lo que ES (además de desgastante). Estoy ahora entrando a mis 50 y esta nueva etapa deja en total evidencia la transitoriedad de mi experiencia humana.
Paralelamente, empiezan a sucederme algunas otras cosas: tengo hambre y deseo de comer un dulce constantemente, me duelen las articulaciones después de estar un rato en una postura y querer cambiar a otra (casi se puede escuchar el chillido de mis “bisagras” al levantarme). También hay noches en que doy vueltas y vueltas en la cama sin poder dormir, están siendo algo recurrentes las migrañas, los mareos y problemas del aparato digestivo. Cuánta queja, ¿verdad?
Estoy aprendiendo sobre la marcha a vivir esta transición. Salgo a caminar durante al menos media hora todos los días y también me ejercito 20 minutos en una remadora que compré. Además necesito estar atenta a las reacciones de mi cuerpo a los alimentos y he empezado a retirar de la dieta diaria algunas cosas que me traen malestar. Escribir y aprender sobre nuevos temas para actualizar mis conocimientos, también ha ayudado. Y queda mucho aún por descubrir…
La realidad es que tengo miedo porque a ciencia cierta no sé qué sigue…
¿Cuáles son mis opciones? ¿Luchar ferozmente a través de dietas extremas, tratamientos, cirugías y looks veinteañeros contra la vejez inminente? o ¿experimentar mejores formas de hacerlo para vivir amorosamente la transición hacia mi Era Dorada? Creo que la respuesta es bastante clara.